La calma
que acompaña
al punto más álgido
del dolor
más agudo
es, sin duda,
la calma más sonora,
ruidosa,
e hiriente,
que puede
escucharse
bajo los párpados.


En la ceguera
que provoca el dolor
todo susurro
se transforma
en grito.


La impotencia
se convierte
en golpe seco
con el que un martillo
invisible
golpea
el vientre
y la cabeza.


Y ese calor indefinido
que se apodera
del cuerpo
y lo inunda
con voces roncas
a modo
de diminutos clavos
que se incrustan
bajo la piel,
toda la piel, las vísceras,
la razón…


Es la calma extraña
que inunda
lo imposible,
el desahucio
definitivo,
la lágrima
que se seca
antes de llegar
al ojo.


Y nadie entonces alrededor.
Y nadie cerca.
Sólo esa extraña calma
ensordecedora.