"La ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente viaductos, puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres decididas a suicidarse puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de éxito"
Suicidios S.A.
... y cuando Dios se le aparece a un pobre hombre que se dirige a su oficina: "Entonces, extrajo del bolsillo interior de su chaqueta unas cuartillas escritas a máquina (era un hombre prolijo) y calándose los lentes (sufría una moderada presbicia) comenzó a leerle a Dios la lista de cargos que durante cincuenta años había acumulado contra él, de forma imparcial, como un anónimo investigador que ha seguido a un sospechoso sin que éste se diera cuenta"
El juicio final


Cristina Peri Rossi
Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.

El gran Gatsby. F. Scott Fitzgerald.


PAPA VUELVE A CASA



Uno de los interinos del hospital encontró a la niña tendida en el suelo, en la calle, al lado de la puerta. Llevaba los pantalones manchados de sangre. No se movía. Cuando la vio, deseó que estuviese muerta, sabía que a veces es mejor no sobrevivir a ciertas cosas. Pese a todo comprobó el pulso. Estaba muerta. Fría, muy fría. La tapó con la chaqueta y la cogió en brazos. No quiso saber nada más, no necesitaba los datos de una autopsia para conocer los hechos. Se alejó del horror.

Tres días antes, María había ingresado en urgencias con múltiples magulladuras, un par de cortes en los brazos y lesiones, y desgarro brutal en vagina y recto. En la boca presentaba una especie de llagas difíciles de tratar. María tenía 5 años. Su madre dijo que una niña muy traviesa, que se había caído en la bañera. Explicó con detalle toda una cadena de insólitas circunstancias, y lo hizo con toda convicción, con la seguridad de quien habla de un animal que ya no sirve. Se movía inquieta, de un lado para otro y miraba de reojo al médico. La cama y el pequeño cuerpo que descansaba encima no existían para ella. Del padre nunca se supo nada. No apareció por el hospital. Las pruebas demostraban que aquella no era la primera vez que la niña sufría ese tipo de vejaciones. Sin embargo todo el mundo allí susurraba casi el dictamen, se murmuraba, como si nadie quisiera enfrentarse al dolor extremo, a la desesperación de una niña. Como si en el fondo todos los que pasaban por aquella habitación blanca se sintieran culpables de algo de una forma extraña. Había sangre que no le pertenecía en sus uñas. Las manos estaban agrietadas, avejentadas.
María apenas se movía en la cama, gemía de vez en cuando y daba pequeños golpecitos con la cabeza en la almohada. La enfermera decidió aumentar la dosis para aliviar su dolor sin consultar a nadie, le parecía que lo mínimo que allí se podía hacer después de todo el daño. El personal médico, todos, sintieron aquel día que el mundo entero era culpable de cada gemido de la niña, cada gota de sangre.
La enfermera jefe advirtió a su superior de que ésta no era la primera vez que la niña acudía al servicio de urgencias. La recordaba allí encogida en la silla, esperando una camilla, mientras su madre la zarandeaba. Todos sabían. Estaba claro.
La madre repitió las mismas excusas cuando le preguntaron por las otras veces.
María seguía inmóvil en la cama, con los ojos abiertos. No miraba a su alrededor, mantenía la mirada fija en la pared. No parecía una niña, tenía el gesto de una anciana cansada, de una superviviente cuyo recuerdo la ha dejado estancada en un lugar del que ya no puede ni sabe volver.
Cuando la madre bajó a la cafetería la asistente social intentó hablar con la niña. Nada, María se había quedado muda, tan sólo emitía una especie de sonidos como de animal herido. El logopeda dijo que todo era producto del pánico acumulado. El psicólogo tampoco consiguió nada. María se había quedado atrapada en el miedo.
Los médicos que la atendieron hablaron de nuevo con la madre. Intentaron localizar al padre. Ni rastro.
La asistente social fue a la comisaría. La policía dijo que eso era un asunto de servicios sociales, que si no había ningún tipo de denuncia ellos no podían hacer nada. Los servicios sociales investigarían el caso meses después, cuando encontraron un hueco entre tanto papeleo.
La enfermera jefe se sintió impotente, sintió que su trabajo no tenía sentido alguno.
María volvió con su madre a casa. La dejaron marcharse al día siguiente. Nadie lo impidió. Su carita ya no parecía decir nada, como si le hubieran robado toda la humanidad. Su mirada perdida reflejaba una ausencia total de inocencia, como si en sus ojos hubiera quedado escrito el momento exacto en que la niña fue consciente de la barbarie. María parecía tener muchos años, mucho peso, un dolor infinito a cuestas.
Al marcharse, su madre olvidó recoger su mochila. En ella las enfermeras encontraron un cuaderno lleno de dibujos. Apenas podía distinguirse figura alguna. Monstruos, curvas, líneas rotas… La mayor parte de las páginas habían sido arrancadas. En una de ellas una gota de sangre seca inundaba la mitad izquierda.
Cuando María llegó a casa con su madre, esa misma noche, papá volvió a casa. Llegó tranquilo, como siempre, nada más entrar preguntó por la niña. Descansando, dijo la madre. Él fue a la habitación y cerró la puerta. No dio portazo alguno, la cerró suavemente, como quien vuelve a la cama después de ir a por un vaso de agua. La madre siguió fregando los platos, uno tras otro, y cuando acabo, comenzó a fregarlos de nuevo. Se puso a pensar en lo que podría cocinar al día siguiente. Lasaña, pensó. Ése era el plato favorito de María. Intentó recordar cómo se preparaba la tarta aquélla que solía hacer cuando María era pequeña. Su cabeza estaba en blanco. Escuchó algo en la habitación. Cerró los ojos, los apretó.
La vecina de al lado le dijo a su marido que deberían llamar a la policía de una vez por todas, que aquello no podía seguir así. Los niños del quinto le preguntaron a su padre qué es lo que pasaba, quién gritaba así. Nada, no pasa nada, dijo el padre.
A las cinco de la mañana ya no se oía nada. En todo el edificio reinaba por fin el silencio. Una calma oscura parecía inundarlo todo.
El padre de Marta salió a la terraza a fumar un cigarro. Una buena noche, se dijo. Disfrutó esa sensación plácidamente. Luego fue a la nevera a por una cerveza. Encendió la televisión y se recostó en el sofá. Intentó encontrar la postura perfecta, no le apetecía acostarse aún. Siguió fumando.
La madre decidió acostarse. Ya no quedaba nada que limpiar en la cocina. La lasaña estaba lista, y la tarta. Se quitó el delantal. Se dirigió a su habitación. Pasó por delante de la puerta de María y vio los peluches en el suelo. Siguió caminando. Era tarde. Se puso el camisón y abrió las ventanas de par en par. Se tomó un par de pastillas y se durmió.
Tres días más tarde la enfermera jefe que había atendido tantas veces a la niña compró un peluche enorme y lo llevó al depósito de cadáveres. Debería haber hecho algo, pensó. Volvió a su trabajo. Era lunes.

ENCANTADORES DE SERPIENTES




Dícese de aquellos individuos que depositan sus huevos en tus entrañas, y con diversas técnicas y tácticas, de lo más variopintas e inusitadas, llevan a cabo una laboriosa tela de araña que deja a sus víctimas enredadas para siempre en una jaula invisible. Padecen diversas patologías, algunas ya descritas y conocidas como la del “perro del hortelano”, que ni come ni comer deja, y otras más satánicas y ancestrales como la de ejercer su dominio y poder sobre la presa elegida a través de una sutil pero muy estudiada “invasión psicológica” que mina a la víctima en cuestión lentamente, durante años. Aunque nos alejemos pues físicamente de su lado siempre nos hallaremos en territorio comanche…
Individuos que suelen ser en el fondo recipientes vacíos que han de llenar con sangre y energía ajena sus profundidades más cóncavas, pero con una vida social agitada (evidente, por la constante búsqueda de víctimas) y economía saludable (la falta de escrúpulos siempre te lleva lejos).
Sin embargo, su propia vida se convierte en un vaso siempre vacío, hueco y frío, que lo mires por donde lo mires nunca termina de llenarse; ellos, pues, no se sitúan ni en el optimismo ni en el pesimismo sino en el realismo más conveniente a sus expectativas.
Les reconocerán por su egolatría, que han de disimular tanto, y en tantas ocasiones, que siempre se les escapará alguna sorprendente revelación en una de esas conversaciones que carecen siempre de interlocutor alguno más allá de sus propios oídos.
Suelen padecer cierta tendencia a los regalos que se empeñan en colocarte como parte del ajuar que viene con los huevos depositados con anterioridad en tu espacio vital; también sienten cierta debilidad por la frase hecha, el piropo fácil y el halago invasor -y del todo incomprensible-, pues llegado cierto punto en el que la presa se mantiene firme pueden alcanzar un elevado grado de inconsciencia a la hora de llevar a cabo sus propósitos de caza indiscriminada. Utilizarán para ello todo tipo de herramientas.
Les reconocerán fácilmente cuando intenten sacarlos de sus vidas -amputar el miembro enfermo que consigue envenenar despacio todo el cuerpo- y éstos se tomen el asunto como agravio sin precedentes en el vampirismo psicológico y se agarren a usted cual parásitos intestinales.
Al igual que las garrapatas cuanto más tiren de ellas, más se hundirán éstas en la carne. Hemos de admitir ya desde un primer momento que todo encantador de serpientes, o “gañán”, en jerga popular y muy sabia, para simplificar, acaba marchándose de nuestras vidas con un pedazo de nuestra piel o entrañas bajo el brazo.
Nadie dijo nunca que esto sería fácil…