¿A QUÉ HORA ES EL FUNERAL?



Eran las siete en punto. Un silencio espeso y turbio inundaba toda la habitación. Se escuchaban voces en la cocina, en el pasillo; toda la familia estaba allí. Pero nadie se atrevía a entrar y ver la cara del moribundo. Adela preparó café para todos, el médico había dicho que sería cuestión de dos o tres horas más.
Alguien avisó a la hija mayor. “Parece que intenta decir algo, pero yo no logro entender nada”, le susurraron junto a la cafetera. Adela llamó a sus hermanas y entró en la habitación. Allí estaba, ya no quedaba apenas nada de aquel hombre, un cadáver atrapado entre cuatro paredes. Todo seguía igual, como a él le gustaba, la ropa en el suelo, la manta vieja y descolorida, el olor a humedad, la ventana medio rota y un frío intenso, como si ya no quedase nada vivo allí. Se acercó a la cama e intentó descifrar lo que su padre repetía una y otra vez:

-¿A qué hora es el funeral?- consiguió al fin entender Adela.
-¿Qué funeral?- intentó hacerse la sorprendida- ¿De qué hablas?
-Mi funeral. ¿A qué hora es el funeral?-repitió con mucho esfuerzo.
-Tú no te vas a morir, papá, qué tontería…Todo va a ir bien, sólo necesitas descansar- ni ella misma se creía lo que estaba diciendo.
-¿Hay suficiente dinero? ¿Hay dinero? ¿Tengo dinero?-ya sin fuerzas, inteligible.
-¿Pero dinero para qué? ¿Para qué necesitas dinero ahora?-no entendía nada.
-Para mi funeral. ¿Tengo suficiente dinero para el funeral?-y una lágrima diminuta e involuntaria casi, descendió de su ojo derecho.

Adela salió de la habitación, alzó la vista y miró a sus hermanas, una a una. Les preguntó dónde estaba la cartilla de ahorros del banco de su padre. Teresa señaló la habitación. Adela volvió a entrar, sin mirarlo, abrió el primer cajón y cogió la cartilla. Buscó atentamente. La cantidad exacta eran ciento cincuenta euros. Cerró la cartilla y escuchó una respiración extraña, brusca, lejana, todos le oyeron con claridad:

-¿A qué hora es el funeral? ¿A qué hora?-dijo cerrando los ojos.


JUGUETES PARA MASCOTAS


Mi gata se llama Melissa y tiene once años. Pese a su “avanzada” edad salta, corre y se enreda en todos los puntos claves de la casa donde pudiera provocar algún tipo de conflicto entre un ovillo de lana y una silla, una mosca y una ventana, una bañera cuyo desagüe hay que investigar u otras situaciones susceptibles de una dedicación exclusiva al hecho en cuestión durante un mínimo de media hora y un máximo de dos. Además de los posibles juguetes que Melissa se va encontrando por la casa –cuyo origen en ocasiones desconocemos y que, en principio, no han sido destinados al uso felino- posee dos diminutos ratones de plástico y pelo blanco y fucsia respectivamente, de ojos negros y cola extremadamente delgada especialmente creados para el desgaste que supone vivir a merced de un felino (comprados por la incauta compañera de piso del animal). Ayer Melissa cogió, zarandeó, lanzó y jugó con el ratón más fashion de los dos, el fucsia chillón, a su antojo durante un buen rato. Inteligente y amante de sí misma, como es costumbre, ella misma se encargó de transportar su ratón de un lado a otro agarrándolo con la boca de la pequeña cola que éste luce (modo mucho más cómodo y accesible de pelearse con él que engancharlo por su diminuto cuerpo). No sé cómo ni en qué momento exacto se oyó un ruido que parecía indicar que con tanto correr, y tanto movimiento, Melissa amenazaba con regurgitar la ingesta última de sus rosquillas habituales (ratón y galletas procedentes ambos de la misma fábrica o marca registrada) Pero no, el diminuto ratón se le había quedado atascado en mitad de la boca. Como buen felino, ella misma se provocó el vómito que le salvó de una muerte tan poco heroica y más bien vulgar. Me pregunto entonces quién o quiénes regulan y comprueban si los juguetes para mascotas son aptos o no para éstos. ¿Se ocupa alguien de evitar la muerte accidental de los pequeños y curiosos animales domésticos? Cabe recordar que ellos no pueden leer las etiquetas, y aunque lo hicieran éstos no aportan ningún tipo de advertencia. Sí, confieso que Melissa es un ser lúcido, pero conserva intacta su ingenuidad más sincera, así pues se confía y, en fin, pasa lo que pasa… Aunque los peligros de nueva generación caseros (se generan cada día, en cada esquina) acechan por todas partes. Melissa ha abandonado el ratón que tan “mal trago” le hizo pasar y ha descubierto un nuevo juego. Consiste en arrastrar mi bota derecha, para ser exactos, situada debajo de la cama, sirviéndose de los cordones de la misma hasta dejarla situada justo en el centro de la habitación. Pero el juego, consiste realmente, creo yo, en esperar pacientemente a ver cómo yo tropiezo día tras día con mi propia bota mal aparcada. Me pregunto entonces, ¿quién regula esto de las botas emancipadas?
I LOVE ME




Ayer me encontré, en una de esas parcelas que el imperio chino ha creado y donde habita el reino de las mil y una cosas, una chapa con el siguiente lema: I love me. Mi conocimiento básico de este idioma no me permite elaborar una traducción fiable de dicho lema, pero mi cabeza, pensamiento y recuerdos recientes, me proporcionaron una no sé si muy acertada, pero sí espontánea, y del todo subjetiva, traducción: “me quiero”. El subconsciente siempre traduce de modo preciso nuestra realidad más inmediata. Y digo esto porque últimamente he asistido, y sido “víctima” también, de lo que podríamos llamar de algún modo como “fenómeno contagioso cuyas dimensiones alcanzan cotas inusitadas pues se expande cual virus” entre el género masculino. Sus raíces llegan al infinito. En estos últimos tiempos he visto a mi alrededor y sufrido en mis propias carnes cómo una frase amenaza nuestra salud mental de “hembras” (y que según parece pedimos a gritos); esa frase de consuelo que todo hombre parece sacarse de la misma manga donde el único as que esconde es un brazo como el mío –más grande o pequeño según el caso pero de mismo hueso- y que llena de alegría nuestras ojerosas miradas es: “tienes que quererte más”.
Tras un análisis minucioso del número de veces que dicha frase ha sido repetida por unos cuantos ejemplares de la costilla de la que dicen procedemos, en diferentes circunstancias, hacia diferentes mujeres con vidas muy distintas y estados de ánimo o proyectos vitales sin similitud alguna entre ellos, he llegado a percibir varios hechos que se producen y reproducen no en la mujer que parece necesitar consuelo siempre, y hombro ajeno, según parámetros masculinos, sino en el sujeto en cuestión que gira su cabeza del lado más paternalista que habita en él, te mira fijamente y con toda la seguridad del mundo que sólo la verdadera inseguridad esconde, te dice muy suavemente (casi siempre acompañado por un toqueteo incontrolado o caricia en el pelo; por eso una se alegra siempre de llevar gomina, medio kilo de espuma o cualquier otro repelente) y con cara que ellos creen a lo Clint Eastwood y más bien se les queda en Emilio Aragón en “Padre de familia”, cara desubicada pues: “tú lo que tienes que hacer es quererte”.
Hechos: el hombre en particular de forma instintiva levanta la cabeza, sonríe plácidamente, respira con profundidad y asiente con la cabeza ante la mujer a la que le acaba de arreglar la muñeca a la que ella misma decidió amputarle el brazo izquierdo. Hechos: la mujer en cuestión se desorienta, cree por un segundo que dicha afirmación puede alcanzar el grado de respuesta a sus preguntas, mira al hombre desconcertada y siente su inseguridad frente al dominio que éste se empeña en ejercer sobre el mundo y, por un momento, se produce la tragedia: la mujer duda de si misma. Hechos: el hombre gana la batalla, ha creado la inseguridad en el campo “enemigo” que él advierte más fuerte y sabe que sólo así puede quebrarse el muro hasta el punto de dejar la rendija justa por la que colarse ya con su personalidad real, dando rienda suelta a su egoísmo, egocentrismo y debilidad enmascarada en frases que los años avalan como perfectos para tambalear cimientos femeninos. Hechos: el hombre alcanza de nuevo la superioridad, dirige la manada, le gustaría volver a cazar mamuts (unos estudios recientes demuestran que lo que acabó con el mamut no fue el clima sino el hombre) Hechos: la mujer se siente triste, si algo conoce y ha ejercido durante años eso es el amor, a si misma, y a su entorno, la mujer que hoy día trabaja duro para vivir su vida valora su trabajo, su esfuerzo y los logros obtenidos. La mujer actual se siente segura frente al mundo entero pero sin armas ante la injusticia que se disfraza de mil modos, que se esconde tras cada puerta. La mujer no entiende que su compañero, al que desterraron del paraíso junto a ella aún no haya comprendido los mecanismos más rudimentarios de la vida. La mujer se siente pequeña cuando un hombre esconde su debilidad, inseguridad y falta de lugar en un mundo cuyas manos ya no ejercen poder alguno sobre la que antes consideraba simple títere o fuente de placer y para eso lleva a cabo juegos insólitos de doble vuelta de tuerca como el conocido juego de espejos en el que uno acusa al otro de sus propios defectos o empuña un consejo a modo de disparo. La mujer se siente pequeña no con el tono de la frase, sino porque eso le demuestra una vez más que el hombre aún sigue perdido. Aquél que se encuentra asustado o a quien le muerde el miedo ataca y luego pregunta.

Y SI ME QUIERES, ¿PARA QUE ME QUIERES EXACTAMENTE?


Esta pregunta un tanto contradictoria refleja con exactitud el posible engaño, confusión o malentendido que se esconde tras cada palabra pronunciada, cada frase (menos probabilidades de que esto ocurra en la palabra escrita, lo escrito dicho queda). Seamos realistas: las palabras se las lleva el viento, los hechos permanecen. La semana pasada un artículo de José Antonio Marina, ese grandísimo taxidermista de las emociones y sentimientos del ser humano, nos ofreció una visión valiente y precisa acerca de eso tan abstracto, curioso, y en tantas ocasiones ridículo y casi paranormal, que llamamos amor. José Antonio Marina nos cuenta que suele dar un consejo a sus alumnos y alumnas, a sabiendas de que no lo van a seguir: “Les digo que, a pesar de ser un anticlímax, cuando reciban una declaración amorosa del tipo: ‘Te quiero con toda mi alma’, lo sensato es preguntar: ‘¿Y para qué me quieres?’”. Detengámonos un segundo a reflexionar este asunto, aparentemente sencillo. Cuando alguien nos dice “te quiero” –no “te quiero mucho”, que no es lo mismo- y en primer lugar es probable, muy probable, que esta afirmación haya salido de su boca sin que su cabeza lo haya procesado siquiera, pueda darse el caso de que quien lo dice tenga razones que él sí sabe pero nosotros desconocemos, razones ocultas, a veces buenas, maravillosas (calabazas en forma de carroza, perdices en su punto y otros cuentos) o no tan buenas (ya tengo la “perdiz” en la cazuela, me la como y se acabó la historia) o curiosas, personales e intransferibles (quien lo dice piensa: ¿qué acabo de hacer y cómo salgo de aquí? ¿Tendré que pasar por el altar? ¿Habrá perdices en el banquete?). De todas formas lo diga quien lo diga y como lo diga, un escaso 15% de la población no ha sometido dicha afirmación a consenso alguno consigo mismo. Y entonces lo que empezó con una frase se convierte en muchas ocasiones en galimatías sentimental y lingüístico. Sin embargo, si a ese “te quiero”, que se magnifica cada cinco segundos aproximadamente en el mundo, le siguiera la pregunta del interlocutor -que intenta mover algún músculo o extremidad inferior tras dicha afirmación- en un tono relajado y cordial un ¿y para qué me quieres?,entonces, y sólo entonces, ahí, comenzaríamos a entendernos. Todos nos movemos mediante códigos desconocidos para los demás, la vida consiste en ir descifrando los códigos ajenos –y los propios también-, lo que implica la construcción de una torre de Babel sentimental diaria por cabeza. Cuando alguien te dice “te quiero”, o uno mismo hincha los pulmones y expulsa una afirmación tan peliaguda debería dejar claro que un “te quiero” mal entendido deja una mancha enorme, muy difícil de eliminar, y sin embargo un “te quiero” acompañado de un complemento directo o indirecto suele ser mucho más efectivo, menos dañino y más realista, para qué engañarnos. La mayor parte de las mujeres que mueren a manos de sus parejas han escuchado en boca de sus verdugos muchas afirmaciones de ese calibre: “te quiero más que a mi vida…” José Antonio Marina recalca la necesidad de reconocer los propios sentimientos, hay gente a la que queremos para una noche, otra para dos, otra para tres, otra para cuatro, y un día nos encontramos ante alguien con quien el número de noches esperamos sea indefinido. Mientras tanto, propongo, practiquemos el “te quiero acompañar al cine” y aparquemos las perdices que tanto daño han provocado a conciencias y subconscientes varios. Tengamos en cuenta lo que nos advierte José Antonio Marina: “Los sentimientos tienen las propiedades del cristal”. El amor es un todo, un engranaje imperfecto, pero un misterioso producto que consiguen elaborar dos personas (o más, cada uno añada lo que tenga a bien) con una cantidad ilimitada de ingredientes, la mayor parte desconocidos por ambos sujetos hasta ese momento. “El amor es un deseo que va acompañado de muchos sentimientos, con frecuencia contradictorios, y que pueden estabilizarse en profundas y constantes formas de apego”, nos dice el filósofo. Éste es sin duda un buen momento para darse la vuelta con cierto garbo y preguntar a su correspondiente cónyuge, amigo, vecino, gato, perro, o tal vez hurón, tan de moda en estos tiempos, eso de “¿y para qué me quieres?”. Espero no sea demasiado tarde para ninguno de ustedes.