EL PASADO



El pasado vuelve a nuestra vida cuando menos lo esperamos. Aparece en forma de rostro conocido, de lugar, de sensación, de herida que creíamos cicatrizada, de dolor, a veces, que nos negamos a admitir como nuestro, como parte indisoluble de lo que ahora somos. “La vida me parece una relojería de memoria descompuesta”, leo en el último libro de Nuria Amat. Es una definición acertada de todo aquello que vivimos en el presente y lo que sufrimos o disfrutamos en el pasado. La precisión de reloj suizo que anuncia Amat nos confirma esa visión que algunos compartimos de la vida como artefacto extremadamente complejo en su funcionamiento y de lo más rudimentario y básico en su esqueleto. Nosotros nos encargamos de cubrir dicho esqueleto con una buena armadura o caparazón, incluso. A veces un ser humano no dista demasiado de una tortuga.

Es difícil hallar la respuesta a algunas preguntas. Aún hoy no logramos comprender el significado más estricto, si lo hubo, del dolor que sufrimos en un momento dado, o aquél que vimos cerca, que compartimos. Sin embargo, todo lo que somos hoy, lo bueno y lo malo, ha sido construido con los cimientos de los pecados cometidos y los éxitos alcanzados. Hasta lo más insignificante puede cobrar un sentido casi demencial, impensable, años después. Todo forma parte de un universo preestablecido donde el orden y el caos se alternan hasta configurar esto que llaman vida.

“La vida es una fina cadena de metal que alguien muy meticuloso se ha propuesto enredar por segmentos”, leo en la novela de Amat. Y de eso se trata: de enredarnos por segmentos. Nuestra labor sería entonces la de desenredarnos hasta que nada ni nadie nos impida movernos con total confianza y seguridad: hasta conseguir nuestro espacio. El pasado se convierte por tanto en un modo de “desanudarnos”, de tropezar, y golpearnos con los hilos que nos sujetan, hasta liberarnos. Cada golpe recibido es un nuevo segmento que se añade al anterior y que nosotros debemos distribuir con cuidado, con precaución, hasta colocarlo en el lugar exacto que le corresponde, sólo así podremos seguir nuestro camino. A cada paso, por diferentes vías, motivos, se añadirán segmentos que nos taparán la vista, engañarán, incluso, nuestro olfato, nuestro tacto, pero el trabajo consistirá de este modo en que nuestros laboriosos dedos no dejen ni por un momento de desenredarnos los nudos que nos impiden caminar tal y como nosotros deseamos. Uno aprende con cada golpe, pero el cuerpo siente el último como el primero pues aunque nos cueste admitirlo: nuestra condición humana no nos permite elaborar un caparazón tan fuerte. Ni la armadura más prodigiosa soporta el dolor con el que una mirada o una palabra golpean el corazón. Es necesario, en ocasiones, extirparnos dicha armadura para tomar aire y ver los segmentos, los nudos que aún nos retienen. “La aceptación y la lucha van juntas”, descubro de nuevo en Amat.

“Triunfamos sobre los fracasos cuando los convertimos en cosas útiles”, nos revela Alex Pattakos. Cada segmento, cada nudo que se enreda alrededor de nuestras extremidades, cada golpe que consigue cegarnos, incapacitarnos para vislumbrar con claridad el camino a seguir, ha de ser transformado, con astucia animal, a nuestro favor, como una herramienta indispensable de aprendizaje para llegar a convertirnos en quienes realmente somos, libres ya de segmentos que nos anudan al mundo como si de títeres se tratase, en ese terreno que parece vedado al ser humano: la paz.


Ana Vega