EL PEOR INSULTO
 
David González
 
 
Asistí
desde muy temprana edad
y desde un lugar de privilegio
a la puesta en práctica
del siempre popular
arte del insulto o espelleye.
Algunas de las mujeres de mi calle,
tenían la saludable costumbre
de arreglar sus diferencias
asomándose a las ventanas,
balcones y corredores de sus casas
y luego, a cara perru, con descaro,
ponerse a ventilar, por ejemplo,
las sábanas conyugales de sus vecinas
o a sacudirles encima
las piedras
por las que, se decía,
se las habían pasado
o todavía se las pasaban,
y no sus maridos precisamente.
Más adelante, hube de vérmelas
con el vocabulario
de una cantidad considerable
de hijos de la gran puta
de toda clase y condición.
Con esto, solo quiero dar a entender
que, si la ocasión así lo requiere,
no soy de los que se lavan la boca con jabón:
soy de los que escupen
soy de los que escupen las palabras más dañinas
si de lo que se trata
si lo de que estamos hablando,
es de causarle a alguien, a quien sea,
el mayor daño emocional posible.
Pero es ahora, a los cuarenta y cuatro años,
cuando por fin acierto a entenderlo:
el insulto, el peor insulto,
es decirle a la otra persona,
y decírselo mirándola a los ojos.
 
te quiero,
 
cuando sabes fijo, positivamente fijo,
que no se lo estás diciendo
de corazón.