Periodismo y salud mental: el deber de explicar

 
Cuando un piloto estrella un avión contra la montaña o un niño mata a su profesor con una ballesta, cuando una madre abandona a su bebé en un contenedor, la noticia crea una onda expansiva que succiona el aire a su alrededor. Lo que queda es un vacío desasosegante, que debe ser rellenado de inmediato.
El vacío reclama con urgencia una explicación, aunque sea provisional y poco informada, aunque sea un cómodo cliché que no explica nada, pero tranquiliza porque señala culpables concretos. Un cliché que transmite una cierta vuelta al orden. El piloto tenía una depresión, el niño era esquizofrénico y la madre perdió la razón. Es horrible, pero comprensible. Comprensible como un atentado islamista o un “crimen pasional”.
Una explicación de este orden tiene la ventaja añadida de servir para cortar en seco las preguntas: ¿Por qué puede resultar conveniente para un piloto esconder su depresión a los servicios médicos de la empresa? ¿Cómo es que la escuela no tiene nada que decir sobre el trastorno mental de un menor? ¿De qué tenía tanto miedo la madre del bebé?
Esta clase de explicaciones, sin duda, atienden a un derecho –que el mundo tenga sentido- a cambio de aplastar otros muchos: el derecho de las personas a no ser estigmatizadas, el derecho a que no se atribuya a un colectivo el rasgo que se detectó en uno de sus miembros, el derecho a ser escuchado antes, o “en vez de”, ser condenado.
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El periodismo se ocupaba teóricamente de las explicaciones. Teníamos que explicar los hechos para que la gente los entendiera, los encajara en una visión del mundo y actuara en consecuencia con plena consciencia ante los demás. O sea, teníamos que ofrecer el material con que la gente pudiera constituirse en sujeto activo, pasar de súbditos a ciudadanos. Ese era el juego ¿no?. Sí, ya sé que mientras tanto alguien haría negocio con ello y empezaría a “filtrar” las verdades, y que, por el camino, los poderes intentarían denodadamente que los hechos, las explicaciones y hasta la visión del mundo fuera siempre a su favor. Pero aprendimos que nuestro juego era la explicación y nuestra ética la ciudadanía.
Estigmatizando que es gerundio
Pero con este tipo de explicaciones simplificadoras, estigmatizadoras y tramposas no jugábamos al juego del periodismo, sino al del poder. Ese tipo de explicaciones no amplían derechos, sino que los suspenden, porque juegan al juego de la exclusión, que es el verdadero mecanismo de la desigualdad. Ese juego consiste en que para cada derecho hay alguien que no cuenta.
Esto se llama estigma y dicen los expertos que empieza por etiquetar con una marca diferencial a una persona o grupo, continua después asociando esa etiqueta a un colectivo identificable y “elaborando” un suficiente número de diferencias entre ese colectivo, en adelante “ellos”, y los demás, en adelante “nosotros”. La lista de esas diferencias se sobrecarga con emociones, más nuestras que suyas, como el miedo, la ansiedad o la vergüenza. A continuación se desposee de consideración y estatus al colectivo en su conjunto y, en seguida, se pasa a reclamar de los poderes públicos medidas vigorosas de apartamiento o neutralización.
El proceso es tan antiguo como el insulto, pero mucho más dañino y mucho menos perceptible, precisamente por ser completamente ambiental, es decir, inconsciente para la mayoría. Está en la base de casi todas las exclusiones sociales y de muchas de las persecuciones que aún hoy nos avergüenzan.
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La estigmatización es un rastro de pensamiento pre-lógico y, como tal, de una extrema pobreza argumental. En realidad, el estigma habla más del estigmatizador y sus miedos, que del estigmatizado. Así, el típico pensamiento conservador, temeroso de la pluralidad de la vida, tiende a exorcizar casi cualquier novedad social, ya se trate de la homosexualidad, del hipismo o la protesta, encajándola en un esquema de seguridad: ¿hasta qué punto amenaza esto mi actual estatus? Aunque se intente hacerla pasar como interés general, la preocupación no es, por supuesto, universal: se refiere sólo al propio estatus.
Los periodistas también
Los periodistas no están vacunados contra la inclinación estigmatizadora, ni están tampoco libres de estereotipos. Deberían, pero no. Tienen los mismos que la población general respecto al enfermo mental: el estereotipo de la “anormalidad”, el de la “peligrosidad”, el de la “incomunicación” o el de la “invalidez”. Todos ellos son tan persistentes como fácilmente falsables.
Lo “anormal” es un constructo de poca precisión. Si se refiere a la salud no funciona, porque es normal tener dolencias, aunque no sea sano. Se estima que casi un 20% de la gente tendrá algún trastorno mental en su vida, así que quizá debamos ampliar el campo de lo “normal”. Y, por otro lado, quizá lo normal no sea siempre tan saludable: la falta de adaptación social es un problema, pero cuando el entorno es agresivo, injusto o enfermo, puede ser menos patológica la inadaptación. No en vano se ha propuesto el término “normópata” para casos de este tipo. Hanna Arendt se lo aplicaría, sin duda, a Eichman, aunque también hay por aquí presidentes del gobierno empeñados hasta la obsesión en ser “personas normales”.
La “peligrosidad” es aún más insidiosa. Violencia y trastorno mental han estado ligados en la mentalidad popular desde tiempo inmemorial. Este estereotipo ha dado fundamento a uno de los proyectos legislativos más destructivos del gobierno Rajoy: el que pretendía encerrar sine die a enfermos mentales con base en suposiciones sobre su peligrosidad. Nos ocupamos de ello en un post anterior. Dejando de lado que no es un concepto médicamente aceptable, ni siquiera está claro que la frecuencia de conductas violentas entre personas con enfermedad mental difiera mucho de la que se observa en el resto de la población. La violencia está mucho más determinada por factores sociales que de salud mental. Otros estudios señalan que más que un asunto de seguridad, lo que tenemos es un problema de calidad de vida para el entorno del enfermo. Y un problema de marginación. Eso sí que es violencia.
Del estereotipo de la “incomunicabilidad” de las personas con trastorno mental, lo menos que puede decirse es que es, más bien, un problema de los demás. No sabemos comunicarnos con esta clase de personas. Hablamos de ellas, sin hablar con ellas. El periodismo aquí no se comporta de modo diferente: las noticias señalan al protagonista de los hechos, pero si es una persona con trastorno mental, ni se nos ocurre darle voz. Quizá le veamos, pero nunca le escuchamos. Nada sabemos de sus emociones o sus motivaciones. ¿Dónde queda, pues, nuestra obligación de dar claves para entender? Han sido los propios usuarios de los servicios de salud mental y sus familias los que han debido crear blogs y plataformas de comunicación para hacerse oír, pero rara vez los periodistas las consideran fuente primaria.
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¿Y qué decir del estereotipo de la “invalidez”? Este es un ejemplo acabado de cómo se vulneran derechos por consenso. Lo primero es que el campo de la enfermedad mental es tan amplio como el de la enfermedad física. A nadie se le ocurriría negar el carnet de conducir o la gestión de sus cuentas bancarias a alguien por haber sido atendido de un problema físico, pero aceptamos sin muchas preguntas que los enfermos mentales (no distinguimos mucho la clase de enfermedad) pierdan derechos cívicos elementales. Lo segundo, es que a menudo la invalidez es resultado de la propia discriminación más que de la enfermedad. La incapacidad para decidir sobre sí mismos no es universal ni permanente entre las personas con trastorno mental. También en este asunto el prejuicio popular fundamenta atropellos legislativos, como el que sucede a menudo con los tratamientos e internamientos involuntarios.
Volvamos al periodismo
Hay titulares que matan. Con la enfermedad mental siempre tenemos una coartada, en vez de una explicación. Pero además, es que, tiene un efecto contagioso: por la forma en que tratamos la noticia, se extiende en seguida la sospecha al colectivo. En seguida serán los “esquizos”, bipolares o depresivos los causantes del hecho luctuoso. Como los gitanos lo eran de cualquier desorden.
La enfermedad mental es el rasgo distintivo y, por tanto, le asignamos el rol de explicación o causa. Pero esto puede ser tan injusto como proclamar en titulares que “UN INFARTADO REINCIDENTE ATROPELLA A UNA ANCIANA EN UN PASO DE CEBRA” o “UN HEMOFÍLICO ENVUELTO EN UNA REYERTA DE BOTELLÓN”.
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Esto de los titulares, como lo de la elección de imágenes impactantes, no es siempre opcional para el periodista. No lo es casi nunca. Suele ser marca de la casa o exigencia del editor: el morbo vende y lo que queremos es vender.
Simplificar parecía un mandato del periodismo pero, a veces, es pecado mortal. Con los titulares atraemos simplificando, pero atraemos hacia un pozo oscuro donde el público no entenderá nada, aunque se consuele cultivando sus prejuicios o supersticiones.
El otro gran pecado periodístico es “invisibilizar” o “silenciar”, aunque a veces se haga bajo el pretexto del “respeto” a la intimidad del paciente. Ojo con esto, porque puede ser la excusa para no combatir prejuicios y no dar las “historias positivas” que todo colectivo marginado precisa. Esto ya ha ocurrido antes: el proletariado, las mujeres, los inmigrantes o los homosexuales fueron consiguiendo visibilidad y derechos, y casi siempre por este orden.
Si no volvemos a la primera regla del juego, aquella que decía que lo nuestro son las explicaciones de los hechos, si seguimos dando clichés y estereotipos en vez de explicaciones complejas, ya no jugamos a nuestro juego, sino al del poder y la exclusión. Parecerá que le seguimos la corriente a la gente, pero es al poder a quien seguimos. Si dejamos de ampliar derechos, ampliamos exclusiones, primero como etiquetas y después como guetos y campos de concentración. No exagero. El juego son los derechos: los derechos del paciente, los derechos del menor, los derechos de la víctima, los derechos laborales… Ese era nuestro negocio, ¿recuerdan?